La Invasión Libertadora en en Camagüey, 8 de noviembre de 1895
Calendario Cubano


Noviembre
Oct 1 2 3 4 5
6 7 8 9 10 11 12
13 14 15 16 17 18 19
20 21 22 23 24 25 26
27 28 29 30 Dic


8 de noviembre - Escorpión
Escorpión

Referencias
 2 de diciembre

Guije.com
 Antonio Maceo

 Provincia de Oriente
 Municipio Bayamo
 Municipio Holguín
 Municipio Jiguaní

 Provincia de Camagüey
 Municipio Guáimaro
 Municipio Ciego de Avila
 Municipio Morón

 Cayo Hueso
 Nueva York


8 de Noviembre
Invasión Libertadora
de José Miró Argenter

• 1895 -

José Miró Argenter en “Cuba Crónicas de la Guerra (La Campaña de Invasión) - Tomo I: Segunda Edición” de la Editorial Lex, 1942, páginas 110-117 describe los acontecimientos del 8 de noviembre de 1895 en la Historia de Cuba:


“Antón”
“Primeras jornadas por el Camagüey. -La caballería del Príncipe.”
“-El Campamento de Antón. -Proyectos politicos. -Un consejo de guerra.”

   “Volvemos a anudar el relato de los sucesos, que dejamos interrumpido en los momentos en que el cuerpo invasor oriental cruzaba el río Jobabo (8 de Noviembre), a las pocas horas de haberse ventilado el último choqué con la brigada del coronel Nario. A media tarde los españoles ocuparon el vado y las márgenes del río, no para continuar la operación, sino para emprender, al día siguiente, el camino de Guáimaro en definitiva retirada (1). En previsión tal vez de una batida general, se replegaron precipitadamente las avanzadas enemigas que vigilaban los embarcaderos del Tana y del Sevilla, los dos ríos más caudalosos de la región. Al acampar en el territorio de Camagüey, encontramos perfectamente organizado el servicio de comunicaciones; circunstancia que nos permitió orientarnos con exactitud e inquirir informes sobre los movimientos de las tropas españolas, de su modo de operar, del radio que abarcaban en sus exploraciones, así como de los puntos más transitados por las fuerzas cubanas en aquella zona. El mismo día 8 supimos que el general Rodríguez se hallaba a dos jornadas cortas de nuestro campamento. Prosiguiendo la ruta por el Sudoeste de la comarca, atravesamos algunos parajes montuosos, senderos estrechos, casi cerrados por el bosque, vestigios aun de la tierra oriental que poco después desaparecieron del todo en las inmensas llanuras de Camagüey. Nos hallamos en el país de las hermosas ganaderías y de las exuberantes praderas, donde la vista se fatiga contemplando un panorama que parece un mar de verdura, sin más límite que el horizonte. Surge a veces algún sitio habitado o un grupo de árboles como islotes en medio del océano, que no alteran la uniformidad de la perspectiva. No habiendo pasado por allí la mano devastadora de la guerra, se desarrollaban los cuadros más animados y hechiceros sobre aquel oleaje de vegetación lujuriosa, que servía de mullido lecho al ganado vacuno y a las yeguadas en ceba, amantes en comunidad y repartiéndose el inagotable patrimonio. Si alguna vez el azote de la terrible discordia acabara con la vida de estos lugares, dejando únicamente la obra de la naturaleza un paisaje grandioso pero mudo, ¡qué sensación de pesar no experimentaría el caminante que hubiese admirado el vigor y fecundidad de estas praderas!


   “El día 10 se incorporó el general Rodríguez con dos regimientos de caballería, perfectamente equipados, con todos los arreos de un cuerpo regular, completo el armamento. Este refuerzo hizo subir a 1,300 jinetes los de la columna invasora. La brillante caballería del Príncipe, vivo trasunto de aquella legión que organizó el heroico Agramonte, ocupó la vanguardia del cuerpo invasor, llevando la consigna de acometer a cualquier fuerza española que encontrara a su paso. Ya se tenía interés en buscar al enemigo; la gente estaba ansiosa de ir a la carga, de echar los caballos a galope, de esgrimir el hierro en un choque encarnizado que hiciera reverdecer los laureles de Palo Seco (2). Pero los españoles no intentaron ninguna operación ofensiva, ora porque no tuvieran elementos suficientes para salir, airosos del lance, ora porque el jefe del ejército tratara de enmendar los errores cometidos, planteando la primera batalla en la línea estratégica de Ciego de Avila a Morón. Únicamente supimos de una columna que situóse a nuestra retaguardia el día 14, pero sin intención por lo visto de trabar combate, puesto que al reconocer nuestra huella sobre el camino real de la Isla, retrocedió a buen paso para sus cuarteles del Príncipe, en previsión tal vez de un ataque a la ciudad. Así, al menos, lo daba a entender un parte del general Serrano Altamira al jefe de la columna (el general Mella); mensaje que cayó en poder de nuestras patrullas junto con los espías que lo llevaban. Aquel (Serrano Altamira) abrigaba temores de que Maceo pudiera dar un golpe de mano a la plaza, mal defendida a causa de su extenso perímetro, y efectivamente, no era infundada su inquietud, toda vez que nuestro caudillo intentó cruzar a caballo por dentro de la ciudad de Puerto Príncipe.


   “Las jornadas se hicieron fatigosas por su regularidad y falta de atractivos. Se deseaba correr, y se andaba despacio, oír el toque estridente de carga y sólo se percibía el grave y compasado rumor de la caballería caminando a paso lento. Hubo necesidad de acortar las marchas para que pudiera darnos alcance el contingente de la segunda División que venía por nuestra huella desde Mala Noche (Holguín). Se incorporó el día 21 en el campamento de Antón; pero en vez de los 800 hombres que esperaba Maceo solamente ingresaron 230 plazas con armamentos útiles y medianamente pertrechadas. Al coronel Esteban Tamayo, que venía al frente de esas fuerzas, no le fue posible reunir el cupo que se le había señalado en la 2ª División; pero, dicho sea en honor de la verdad, de haberse sacado el contingente que asignó el Cuartel General, hubieran quedado en situación muy precaria los dos cuerpos de Santiago de Cuba, puesto que al abrirse la campaña de invasión no cedían de 3,200 hombres armados los que guerreaban en toda la provincia, los más, con las cananas vacías. Las grandes aglomeraciones de reclutas que esperaban la oportunidad de coger un fusil, según hemos manifestado en otro lugar, no podían estimarse como factores de combate por más que sintieran el ardor bélico de soldados fogueados y se utilizaran sus servicios en las faenas propias de la milicia. La tropa que trajo el coronel Tamayo era excelente y aguerrida, con ella venían oficiales de probado valor, instruidos en la escuela práctica de Amador Guerra y de Rabí, que se ganaron el diploma de capacidad en las más disputadas refriegas de Oriente.


   “En el mismo campamento de Antón se recibió un correo del general Gómez, que participaba al Gobierno las últimas operaciones por él realizadas sobre la línea militar de la trocha, entre otras, la toma del fuerte Pelayo. También de Santiago de Cuba se recibieron gratos mensajes. El intrépido general José Maceo activaba la campaña a pesar de los escasos recursos que le quedaron después de nuestra salida, y con sus osadas resoluciones, sus lances arriesgados, en los que siempre se jugaba la vida, mantenía la alarma en los pueblos fortificados y ponía en grave aprieto a las columnas encargadas de abastecerlos. La posta de Oriente trajo además la noticia de haber desembarcado una expedición al mando de Céspedes, hijo póstumo del caudillo de Yara; suceso que infundió nuevos bríos a los patriotas de aquella región, y presagio venturoso de otras empresas análogas que no tardarían en realizarse. Los números de El Cubano Libre reflejaban el entusiasmo que había despertado en los clubs de Cayo Hueso y de Nueva York la inauguración de la campaña invasora; gremios devotos, siempre dispuestos a los mayores sacrificios por la causa de la independencia, se proponían ahora redoblar la liberalidad entregando en las arcas de la Delegación todo el producto del trabajo manual, el fruto de todas las economías y de todas las actividades, para que la junta revolucionaria lo convirtiese en fusiles y municiones: ¡admirable devoción, que hacía multiplicar la faena del obrero para contribuir con mayor cantidad al sostenimiento de la empresa patriótica!


   “Para preparar una importante expedición con destino al Departamento Oriental y mover la opinión pública en el extranjero -ya que el patriotismo de los emigrados no necesitaba de estímulos- había embarcado con anterioridad a los sucesos que dejarnos narrados el Secretario de Relaciones Exteriores, Rafael Portuondo, joven coronel tan animoso como inteligente, el cual llevaba instrucciones para alcanzar del gobierno de Washington el reconocimiento de la beligerancia, concesión que ya entonces se creía de fácil logro, de las Repúblicas de la América latina el generoso auxilio que la fraternidad de los lazos reclamaba y la magnitud de nuestros sacrificios hacía apremiante. Sin necesidad de acudir a razonamientos de orden político, con sólo evocar en su corazón la semejanza de su suerte con la del pueblo cubano, al romper las ligaduras de la dominación española, se obtendría el concurso eficaz de aquellas naciones tan altivas, tan amantes de su independencia. Su interés por la causa de Cuba no podía menos que ser ardiente y pródigo, un afecto fraternal; lo exigía, además, la causa de la civilización en América que, de salir España vencedora, sufriría indefectiblemente un eclipse pavoroso. Entre las grandes ironías del destino, ninguna hay comparable a la desolación de que fue objeto nuestra república al solicitar el favor de aquellos pueblos hermanos.


   “Pero no adelantemos los sucesos. Habiendo partido el coronel Portuondo con una misión tan noble y delicada, acordó el Consejo de Gobierno nombrar un comisionado especial para que, con el carácter de agente diplomático cerca de los Poderes constituidos, gestionara por todo el tiempo que fuese indispensable la adquisición de recursos de guerra, con la garantía de algún empréstito sobre el tesoro cubano, y procurase mantener las más cordiales relaciones con los gobiernos de las Repúblicas antillanas y del Centro de América, a fin de que pactasen una coalición amenazadora en frente de España que diera por resultado el reconocimiento de nuestra independencia. No parecerá tan ilusorio el proyecto de alcanzar esa confraternidad de las armas entre los pueblos libres de América, si únicamente se toman en consideración los lazos morales, que deben atar más fuerte que las razones de interés político, sobre todo tratándose de pueblos recientemente emancipados del dominio de una nación conquistadora y cruel: que, por lo tanto, no debían mirar impasibles el esfuerzo heroico de una colonia que se desangraba por segunda vez en una misma generación para romper las cadenas de la servidumbre. Sondear entonces el misterioso porvenir para señalar el desdén con que habrían de ser acogidas nuestras apelaciones, o la punible parcialidad de algunas Repúblicas americanas en favor de España, hubiera sido imputación gratuita, o por lo menos conjetura caprichosa.


   “Para desempeñar el puesto de agente diplomático en el exterior eligió el Consejo de Gobierno al coronel Joaquín Castillo, jefe de sanidad de la columna invasora y a las veces subsecretario de Hacienda; designación que, si bien privaba a dicho cuerpo de un profesor muy competente, no podía ser más acertada, por reunir el doctor Castillo condiciones personales de fineza y trato de gentes, así como sagacidad para penetrarse de los diversos negocios encomendados a su gestión diplomática. Tenía además muchos conocimientos en el extranjero, particularmente en la ciudad de Nueva York, donde gozaba de grandes simpatías por un acto de intrepidez que allí realizó formando parte de una expedición marítima muy arriesgada. Contando desde luego con la aquiescencia del general Maceo, no sin que todos dejáramos de sentir la separación de tan apreciable médico, cuidó el gobierno de preparar el embarque del doctor Castillo por uno de los puertos españoles, lo que logró efectuar, aunque no sin riesgos y demoras. El puesto que dejó vacante en el cuerpo de sanidad, lo ocupó dignamente el doctor Hugo Roberts.


   “El general Maceo, que más fiaba en el apoyo de las Repúblicas hispano-americanas que en los propósitos del coloso del Norte, proveyó al doctor Castillo de cartas de recomendación para algunos personajes influyentes en la política de aquellos países que simpatizaban con nuestra causa, y de quienes nuestro caudillo se prometía obtener una adhesión más eficaz. Escribió a los generales dominicanos Leovigildo Cuello y José Pichardo, para que interpusieran sus buenos oficios cerca del presidente de la República e inclinaran su ánimo en apoyo de la obra redentora que por segunda vez habíamos acometido. Escribió también al entonces presidente de Santo Domingo (Ulises Heureaux), recomendándole muy eficazmente al doctor Castillo, en cuya discreción y formalidad podía descansar en absoluto; entre otras manifestaciones, le decía que Cuba luchaba heroicamente por su independencia contra un enemigo mucho más poderoso, y que para alcanzar la victoria dirigía su vista hacia las Repúblicas hispano-americanas, que ayer pelearon contra España por el mismo ideal; y terminaba rogándole que nos abriera un crédito de un millón de pesos para recursos de guerra, cantidad que le sería indemnizada convenientemente. Nuestro caudillo, no obstante su sagaz penetración, solía equivocarse respecto del valor moral de los demás hombres, sobre todo si habían luchado con denuedo en el campo de batalla. Más tarde, la cruel experiencia de la vida presentándole de un modo inequívoco las mudanzas e ingratitudes de los hombres, sus egoísmos y sus envidias pasiones a veces disimuladas por la adulación, otras por el temor que infunde la superioridad del genio, esa provechosa experiencia, decimos, hubo de hacerlo rectificar algunas opiniones, no sólo respecto de aquellos personajes extraños de quienes esperaba una cooperación eficaz, sino también de otros más allegados.


   “El deber que nos hemos impuesto de rendir tributo a la veracidad histórica, ocupación que si tiene mucho de amena, alguna vez ha de sernos ingrata, nos obliga a dar cuenta de un suceso doloroso relacionado con la disciplina militar que, quebrantada por varios componentes del ejército invasor, fue necesario restablecer en toda su plenitud por medio de un acto jurídico ejemplar que pusiera coto al desorden y refrenara los perniciosos impulsos de la defección, que empezaba a manifestarse en nuestras filas, abriendo en ellas claros enormes. En dicho acto de justicia militar hubimos de intervenir de un modo muy directo, en virtud de nuestro cargo oficial, sin que nos fuera posible atenuar la responsabilidad de los que cayeron en la falta, por más que hubo de satisfacernos que no les alcanzara el terrible fallo de la ley. Trátase de un consejo de guerra que condenó a muerte a quince oficiales del ejercito invasor, acosados de deserción, y a recargo de servicio, por todo el tiempo que durase la campaña, a ochenta y dos individuos, entre clases y soldados por igual delito. Fueron juzgados en masa.


   “Desde las primeras jornadas por el Camagüey, o mejor diremos, desde que dejó de ser un secreto el objetivo de la campaña (cosa que muchos de nuestros soldados ignoraban al efectuarse la concentración de Baraguá), inicióse la deserción en los cuerpos procedentes de Holguín, Bayamo y Jiguaní, tomando caracteres alarmantes a medida que nuestra columna se alejaba del Departamento Oriental; de tal modo que, al llegar al centro de Camagüey, la sumaria instruida contra los desertores arrojaba la cifra que hemos estampado: 15 oficiales y 82 individuos de tropa, sin contar otro número casi igual, si no mayor, del contingente de la 2ª División, hecho del que se tenían noticias extraoficiales al iniciarse el procedimiento indicado. Fue necesario proceder con energía contra los prófugos, y se dictó la sentencia que determinaba la ordenanza militar, en tribunal de guerra que se constituyó en el campamento de la Yaya, bajo la presidencia del Mayor General José María Rodríguez, y en el que nosotros tuvimos la representación del comandante en jefe del ejército invasor. Nos tocó, pues, pedir la pena capital, para algunos compañeros de armas con quienes nos unían lazos de antigua amistad: el deber militar no pudo alzarse ante nosotros bajo aspecto más severo ni más terrible.


   “Firmada la sentencia, y aprobada que fue en todas sus partes por el Cuartel General, diéronse órdenes de ejecutar a los desertores que fuesen habidos, enviándose además los correspondientes testimonios de la condena a los jefes de División y Brigada del departamento Oriental. Por fortuna no se llevó a cabo ninguna ejecución, porque los prófugos supieron eludir el castigo permaneciendo ocultos durante algún tiempo, hasta que el gobierno los indultó, tomando en consideración, entre otras circunstancias atendibles, la vida ejemplar que llevaron en ese período anormal, pues solamente dos de ellos abandonaron la bandera de la patria; los demás si bien quebrantaron los lazos de la disciplina, no fueron traidores a la causa de Cuba. No cumpliéndose de momento la terrible sentencia, evitóse la injusticia irreparable de imponer la pena de muerte a cuatro de los individuos acusados de deserción, que no eran reos de semejante delito, entre los cuales figuraba un oficial dignísimo, a quien la malevolencia de un compañero hizo aparecer como delincuente; revisada la causa, resplandeció en seguida el honor militar del agraviado. Pero de todos modos, la sanción penal del consejo de guerra puso saludable correctivo a las deserciones, y ya no hubo que deplorar otras faltas de esa índole durante la campaña de invasión.


   “El verdadero origen de esas transgresiones hay que buscarlo en el influjo que ejerce el medio local sobre los hombres belicosos, pero pegados al terruño, de cuya esfera no pueden alejarse sin sentir los efectos de la melancolía: parece que les falta espacio donde respirar libremente, todo lo ven sombrío, fúnebre, y el hogar los llama con sus voces tentadoras.


   “(1) Cualquiera que conozca la situación topográfica del río "Jobabo", notará el descuido en que incurrió Martínez Campos no situando allí una fuerte columna que ocupara con antelación los pasos más accesibles para impedirnos la cruzada, o por lo menos, hacer gastar las municiones a nuestra infantería. Con ese apoyo el coronel Nario no se hubiera visto obligado a emprender la retirada y nuestra división hubiera sufrido dos ataques casi simultáneos, de éxito no dudoso para las armas españolas.


   “(2) La célebre macheteada que dio Gómez a la columna del teniente coronel Vilches, en el lugar conocido por "Palo Seco", camino de Guáimaro a la Zanja (2 de Diciembre de 1872).”



| 8 de Noviembre |
| Noviembre |
| Calendario Cubano |



Gracias por visitarnos


Última Revisión: 1 de Agosto del 2008
Todos los Derechos Reservados

Copyright © 2008 by Mariano Jimenez II and Mariano G. Jiménez and its licensors
All rights reserved